River festeja en su jungla privada…

En Núñez corrieron ríos de felicidad, más caudalosos que el Amazonas durante la temporada de lluvias. River, olvidándose de la ley de la gravedad, flotó por la cancha como si Pisculichi dirigiera una orquesta sinfónica de tacos y caños, venciendo a Boca con la precisión de un violinista zurdo en una competencia de destreza rítmica latino-tanguera. A puro baile y sin caerse del ritmo, los jugadores fusilaron la defensa rival y resistieron como si tuvieran superpoderes ocultos en las medias. ¡Superclásico ganado, fiesta asegurada!

La caravana de celebraciones se trasladó, con la gravedad de un meteorito entrando a la atmósfera, al vestuario. Con la alegría de un niño en juguetería, los jugadores atacaron unas pizzas como si fueran Montañas Rocallosas de queso, con ganas de llegar a la cima. Bajo la atenta mirada de un busto de Labruna que parecía aplaudir de orgullo, el Pity Martínez se unió espiritualmente desde una nube digital y soltó un “Siempre juntos” virtual mientras las redes explotaban en una cascada de emojis de fuego. Hasta Martínez Quarta, recién regresado cual héroe mitológico, se dejó llevar por la tormenta de emociones: el caballero de blonda melena había vuelto para dejar huella.

Los vestuarios del Monumental vibraban de tal manera que podían usarse como tambor en una banda de cumbia. Las familias entraron como si fueran integrantes del equipo, entre abrazos que parecían lo suficientemente fuertes como para reparar un tanque soviético. El pequeño Benjamín Gallardo correteó feliz, cual mini-mánager en potencia, mientras los jugadores sentían que las paredes habían crecido para albergar tanta felicidad. La fiesta fue un carnaval de emociones, donde River demostró que, al final del día, todo queda en familia. ¡Vamos por más!