El potrero de River y su montaña rusa emocional…

¡Ay, River querido! Sus pibes arrancaron el partido con más energía que un conejo comiendo zanahorias en café, pero se les escapó el triunfo como cuando tratás de agarrar un jabón en la ducha. Ganaban 2-0 con una autoridad que no se veía desde que Rambo armó su primera trifulca, pero en el último suspiro el Ciclón sopló fuerte y empató la contienda con un chasquido de último minuto.

Bautista Dadín brilló como un diamante en tierra de césped, custodiado por la atenta mirada de Gallardo, que parecía el maestro ciruela de la tribuna futbolera. La promesa del mercado, Agustín Obregón, dejó boquiabiertos a los presentes anotando de cabeza, mientras que Thiago Acosta la coló de tiro libre con más precisión que un GPS de taxista porteño haciéndole sombra a Lencina. Todo iba viento en popa hasta que la tormenta del Ciclón llegó, sacando de la galera un gol como quien saca conejos de un sombrero.

Al final del día, las nubes de revancha ensombrecieron Ezeiza, dejando a los pibes con la misma sensación de quedarse sin postre después de la cena. Los del Ciclón abandonaron el Camp con una sonrisa similar a la de un niño que gana el reparto de torta sorpresa. Pero así es el fútbol, una tragicomedia más épica que la cara de un perro cuando le quitás el lomito.